Los ojos apagados: relato de un saharaui

Soy un guía. Siempre he sido un guía. Hoy, para complacerme, los guerrilleros dicen que soy “el libro del Sahara”. Pero sé que hay otros saharauis para quienes el desierto no tiene secretos.

Los compañeros me llaman Mahmud, a veces Embarek. Los padres prefieren Salek. De hecho, mi nombre completo es Emhamed Mahmud Brahim Essalek. Es largo, ¿verdad? Como mi vida. No puedo decirles cuán infinitos me parecieron estos 50 años pasados en el desierto. Cuando veo algunas colinas o algunas pistas, me da la impresión de que tengo más memoria que las arenas. Sé, eso sí, que soy más viejo que las arenas de Fadrat Tijrit, esas no existían hace 20 años. Es el viento que las ha engendrado desde entonces. El viento del oeste, porque golpea las laderas con fuerza.

Creo que siempre supe que mis padres querían hacer de mí una clave, una pista, un guía que diga el destino de los caminos, los diseños secretos de los ríos secos, los secretos de las arenas y las plantas. Mi abuelo, que participó en varias batallas contra los europeos, a menudo me decía: “Aprende bien tu país, conviértelo en un arma porque aquellos a los que rechazamos hoy volverán después”. Apenas tenía cinco años cuando mi abuelo me encomendó a un comerciante de plata que cruzaba el Sahara.

Aprende el desierto

El padre Othmane, así se llamaba, me enseñó sobre todo a callarme para escuchar mejor. Escuchar a la gente, a los animales también, a las piedras, a las plantas, al viento. Semanas después de un encuentro, me exigía que describiera fielmente a la gente y el lugar, que repitiera los términos intercambiados y el tono de las voces escuchadas. Cuando el padre Othmane estaba de buen humor, hablaba sobre todo de un desierto que yo nunca conocí.

Debido a que estábamos constantemente sobre nuevas pistas, el Padre Othmane me enseñó a leer las estrellas. Hoy, es un cálculo muy complicado para mí explicar lo que entiendo, lo que naturalmente sé. Anteriormente, era necesario no solo que yo diera la respuesta exacta, sino también que dijera por qué lo era. Conozco la hora de las estrellas, el momento en el que aparecen al anochecer en el horizonte, y cuando desaparecen en el infinito. Conozco los desfases según los meses y las estaciones, sé sobre qué tierras se alzan las estrellas y hacia qué ciudades morirán. Cuando por la noche, el conductor del Land-Rover en el que estoy, frena bruscamente al ver los faros de un vehículo allá a lo lejos, sólo necesito unos pocos segundos para saber que no ses más que de una estrella y de cual se trata. Por supuesto, me divierte la inocencia del conductor, al igual que la manera con la que mi primer maestro se divertía con la mía.

Cuando el vendedor de plata se instaló definitivamente en Noudhibu, regresé a mi tribu que nomadadizaba en ese momento entre Guelta Zemmour y Smara. Tenía 12 años y estaba sediento de conocer niños de mi edad. Mi madre me ofreció dos camellas, y otra de mi tía y me vio irme hacia el campamento de mi tío Salem, mi segunda escuela, la de los pastos y la paciencia. Un anciano tuerto, con el que me entretuve imitando a los mercaderes del sur de Mauritania, me convenció de que el círculo de las palabras es muy pobre, el del comercio aún más y que el secreto de la naturaleza era el único problema que merecía dedicación. Comprender y escuchar el espacio, adivinar el viento y descifrar sus carreras, conocer el sabor de las plantas y los meandros de la sed, vivir en la luz siempre, todo el tiempo y no desesperar, ese era el misterio. Pasé días y noches, a mi pesar, explorando el horizonte para localizar animales extraviados, leyendo las huellas y a escuchar los vientos y las arenas. Me convertí en un digno alumno del desierto y aprendí poco a poco la experiencia de la cría de ganado. Así, poco a poco fui asimilando plantas y animales, las piedras y las estrellas. Mucho antes de mi boda, podía decir si esta o aquella región contenía agua, a cuánta profundidad y en qué época del año.

El silencio y el sol borraron lentamente los sueños de mi infancia. Mi memoria está poblada solo por horizontes, piedras y arena. Me acuerdo.

Haz de eso un arma

El tuerto sacó un pequeño saco y me preguntó de dónde provenía la arena. No supe qué responder, y con razón, el saco contenía arena de Arabia. La vergüenza de la ignorancia era lo que más temía. Para no volver a sufrirla, me comprometí a coleccionar muestras de tierra. Tomé un puñado de arena de cada región que descubría. Finalmente, cuando otros muchachos estaban orgullosos de tener mantequilla fresca, lo único que yo tenía como fortuna era unos sacos de arena, y mi ganado llevaba el nombre de mi padre.

A menudo me hacía preguntas sobre las recomendaciones de mi abuelo sobre el enemigo que algún día regresaría al Sahara y cuyo turno me tocaba a mí combatir. Sin embargo, estaba desesperado por ver a los otros niños ignorar todo sobre esta amenaza, los imperativos que exigía. Hoy, por supuesto, me doy cuenta de que realicé lo que mi abuelo esperaba de mí: conozco el desierto, conozco muchos de sus secretos. Es este conocimiento que hace esté seguro del fracaso de los soldados marroquíes. No tienen ni idea del espacio, no conocen el terreno. No tienen ninguna enseñanza de estas montañas, estos ríos muertos, este sol implacable, estas estrellas caprichosas, de estas arenas tan movedizas como lo son los guerrilleros. ¿Cómo pueden creer en una victoria que la naturaleza obviamente les niega, eso es lo que aún me sorprende y hace que me dé cuenta de que el mundo ha cambiado, que las armas nos han hecho creer que eran la única clave de la guerra. Una guerra entendida fuera del tiempo y del espacio es solo el sueño de un loco. El mercader de plata lo habría dicho, estoy seguro.

Sí, a menudo se lo digo a los jóvenes revolucionarios que me hacen hablar del Sahara y no lo han conocido. Les recuerdo que no tienen ningún lugar fuerte para defender, que tienen todo el desierto para moverse, que nunca deben participar en una batalla decisiva, sino fraccionar la defensa de su país en mil y un ataques potentes y móviles, teniendo el tiempo a su servicio, a su favor. No, no, no tengo estos consejos desde mi infancia. Sólo hay que buscar en cada cosa, tratar de adivinar el comportamiento de elementos del desierto en conflicto. Eso es lo que suelo hacer. Los marroquíes proceden como bestias pesadas que ponen todo su ataque en un asalto. Sería necesario si el espacio se lo permitiera, si tuvieran un objetivo para atacar. Pero solo encuentran fantasmas delante de ellos. Fantasmas que se aliaron con los vientos, el frío, las quemaduras mortales del sol, la sed del desierto y el tiempo que pasa, que consume y que destruye.

Sí, ya sé que la naturaleza humana es impaciente. Mis jóvenes compañeros no siempre saben estar a la altura del desierto. En lugar de dejar que el convoy enemigo caiga en una región con poca capacidad defensiva, se apresuran demasiado pronto y pierden, así, parte de la ventaja. El conocimiento del terreno les ha dado ejemplos inolvidables, las batallas de Amgala, de Gueltet Zemmour, Tafoudart y otras muchas.

Como ? No, desgraciadamente, ya no estoy en el combate propiamente dicho. Mis ojos se han extinguido por el sol de las pistas y las armas de los guerrilleros me son más extrañas que las nieves. Sólo soy un guía. Un guía. Mis amigos, para complacerme, dicen que soy “el libro del desierto”. Pero sé que hay otros saharauis que tienen una inagotable memoria del desierto. Ellos ven bien. Solo mis dedos me hablan de la finura de la arena que piso …

Fuente: Sahara-Info, marzo-abril de 1980.

Etiquetas: Sahara Occidental, Marruecos, desierto, terreno, guía, cultura,

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